domingo, 30 de diciembre de 2012

UNA PIEDRA MUY GRANDE - Gustavo Roldán



Este es el relato de un sapo que vivía en el monte chaqueño y un día se marcho a Buenos Aires. Se subió a un camalote y llegó a la gran ciudad. Allí miró todo con ojos de sapo. Ya de vuelta, en el monte, lo esperaban el mono, el coatí, el quirquincho, el oso hormiguero, la iguana, el ñandú y el piojo que vivía en la cabeza del ñandú. Todos querían oír las historias del sapo en Buenos Aires, y esta fue una de las que les contó.
Una piedra muy grande
Esa tarde la lluvia caía y caía y un olor a tierra mojada llenaba el monte.
¡Eh, don sapo! -gritó el piojo desde debajo de la panza del ñandú-. ¡Aquí no nos moja la lluvia! ¡Qué oportunidad para que nos cuente un cuento!
- ¡Un cuento de Buenos Aires, don sapo! ¡Cuéntenos más de Buenos Aires! –pidió la garza blanca.
- ¡Eso, don sapo! –dijo el quirquincho-. ¿Qué les gusta a los que viven allá? ¿Tienen buena tierra? ¿Les gusta el olor de la tierra mojada?
- Son raros, no tienen tierra a mano, los pobres.
- ¿Cómo?
- ¿Qué no tienen tierra?
- ¡No puede ser, don sapo!
- ¡No nos hagas bromas, don sapo! ¡Cómo no van a tener tierra!
- Ya les explico. Tienen que pensar que allá las cosas son diferentes.
- Sí, pero no puedo creer que no tengan tierra.
- Y sin embargo es así. Todo todo es como una piedra muy grande y chata.
- ¿Una piedra muy grande?
- Sí. Tapa todo el suelo.
- ¿Tienen el suelo forrado?
- Sí, pero en el fondo se ve que la tierra les gusta, porque vuelta a vuelta la rompen y hacen grandes pozos, y ahí, debajo de la piedra, tienen tierra.
- ¿Y qué hacen con esa tierra?
- La sacan afuera, la tienen algunos días amontonada y después la vuelven a meter al pozo y la vuelven a tapar con la piedra.
- ¿Y siempre hacen eso?
- Todos los días. Cuando tapan un pozo se van un poco más allá y cavan otro pozo.
- ¿Y después lo tapan otra vez?
- Claro, pero otro poco más allá vuelven a cavar otro pozo.
- ¿Y así toda la vida?
- Parece.
- ¡Pero no tiene sentido, don sapo!
- Mire m’hijo, no se apure a juzgar. Se ve que a ellos les gusta hacerlo, y bueno. Lo que les aseguro es que cavan y cavan y rompen las piedras todo el día.
- Bueno, don sapo, pero lo que no entiendo es por qué no dejan toda esa tierra afuera del pozo y listo. La tienen a mano para toda la vida.
- Es que allá tienen muchas leyes, y parece que la ley dice que tiene que ser así.
- Bueno, unos cavan y cavan. ¿y qué hacen los otros?
- Se paran y miran dentro del pozo. Se paran y miran. Por eso digo que les gusta la tierra.
- ¡Pobres! ¡Qué mala suerte tener esa piedra arriba! ¡El trabajo que les cuesta!
- Y bueno, amigo piojo, son cosas de la vida. No a todos nos toca la suerte de vivir en el monte.


GUSTOS SON GUSTOS - Gustavo Roldán

Del libro "Sapo en Buenos Aires"

 Ahí estaban el yuchán y el jacarandá, el quebracho colorado y el chañar, las palmeras y el mistol, y el lapacho, esa fiesta de flores rosadas.
Todos los árboles eran grandes y hermosos, pero el algarrobo parecía una guitarra llena de colores y música porque ahí cantaban los pájaros.
La sombra del algarrobo, tan grande, alcanzaba para todos los bichos, y las vainas amarillas colgando de las ramas y desparramadas por el suelo eran hilos de sol y dulzura.
Y ahí estaba el río de aguas marrones, el río del color de la tierra, ese río al que no se podía mirar sin pensar que hay cosas que nunca comienzan y nunca se acaban.

Y al lado del río, a la sombra del algarrobo, estaban el mono y el coatí, el quirquincho y el oso hormiguero, el pequeño tapir y la corzuela y la iguana, y mil animales más. También estaba el ñandú. Y el piojo que vivía en la cabeza del ñandú.
Entonces el grito los sorprendió a todos.
Desde la pluma más alta de la cabeza del ñandú el piojo estaba largando un sapucay que tenía revoloteando a los pájaros y hacía caer algarrobas a puñados.
Siete minutos duró el grito, y fue el sapucai más largo que se hubiera escuchado por esos pagos. Y se hizo tan famoso que ese paraje que se llamaba El Monte de las Víboras, fue conocido desde entonces como El Monte del Sapucay del Piojo.Los pájaros se posaron otra vez en las ramas, las algarrobas dejaron de caer, y el piojo, después de respirar hondo, pudo decir:
-¡Volvió don sapo! ¡Ahí llega don sapo!
Todos los animales corrieron a recibirlo.
-¡Cómo le fue, don sapo! ¡Qué tal el viaje! ¡Cómo hizo, don sapo, cómo hizo! ¿Queda muy lejos? ¿Es cierto que hay mucha gente? ¡Cuente, don sapo, cuente! ¿Es grande Buenos Aires?
-Despacito y por las piedras…que ya parecen porteños por lo apurados.
-Es que estamos curiosos desde que nos enteramos que se había ido a Buenos Aires-dijo el coatí-. ¿Cómo hizo, don sapo?
-Fácil, m’hijo. ¿Usted vio la creciente grande y todos los camalotes que pasaban? Bueno en cuanto vi pasar un camalote que me gustó, salté y me fui.
-¿Y es muy grande Buenos Aires?
-¡Ni le cuento! Pueblo grande, sí, pero todos apurados…
-¿Apurados?- preguntó la cotorrita verde
- ¿Adónde van apurados?
- A ninguna parte. Son costumbres nomás. Será que eso les gusta. Y se la pasan viajando, amontonados, en unas cosas enormes que van para todos lados.
-¿Y eso les gusta?
- Debe ser, porque pagan para hacerlo.
-¡Mire que es loca la gente!- dijo el piojo.
- No diga eso m’hijo. Gustos son gustos… Y cuando vuelven a sus casas se sientan frente a una caja, y ahí se pasan las horas mirando propagandas.
- ¿Propagandas de qué?
- De champú. Se ve que son locos por el champú.
- ¿Y río, don sapo? ¿Tienen río?
- Uno grande a más no poder.
- ¿Más ancho que el Bermejo?
- Más ancho. Dicen que es el más ancho del mundo.
- ¡Qué lindo! – dijo el yacaré-. ¡Ahí se bañarán todos muy contentos!
- ¡Qué se van a bañar! Lo usan para tirar basuras. Está prohibido bañarse ahí.
- Será que no les gusta el río.
- Don sapo –dijo el tapir-,tengo dos preguntas para hacerle: ¿Esas gentes nos conocen? ¿Nos quieren?
- Linda pregunta, pero es una sola, no dos.
- No don sapo, yo le hice dos preguntas.
- Mire chamigo, hay un viejo pensamiento que acabo de inventar que dice: “No se puede querer lo que no se conoce”.
- ¿Y a nosotros no nos conocen?
- No. Conocen muchos animales pero de otro lado. Se ve que les gusta conocer cosas de otro lado, hipopótamos, cebras, elefantes, jirafas, ardillas y un montón más. Pero a nosotros no nos conocen, y por eso no nos quieren.
- Bah- dijo el quirquincho- no saben lo que se pierden.
- Yo me quedé pensando en eso de que usan el río para tirar basuras-dijo el monito-. ¿Y qué les gusta?
- Prohibir. Eso se ve que les gusta. Se la pasan prohibiendo todo el día. Prohibido subir, prohibido bajar, prohibido pisar. Prohibido pararse y prohibido correr. Siempre ponen cartelitos prohibiendo algo.
- Eso sí que no lo entiendo-dijo el coatí-. ¿Y si alguno no le hace caso a los cartelitos?
- Viene la policía y se lo lleva.
- No le veo la gracia-dijo el piojo.
- ¡Qué quiere que le diga, m’hijo! Gustos son gustos.

sábado, 29 de diciembre de 2012

viernes, 28 de diciembre de 2012

PALABRAS CHIQUITAS, PALABRAS GRANDOTAS

Cuento: DOÑA CLEMENTINA QUERIDITA, LA ACHICADORA.
Graciela Montes


Cuando los vecinos de Florida se juntan a tomar mate, charlan y charlan de las cosas que pasaron en el barrio.
Se acuerdan del ladrón de banderines de bicicletas; de cuando, por culpa de la máquina del tiempo, se les heló el agua de las canillas en pleno diciembre...
Pero más que de ninguna otra cosa les gusta hablar de doña Clementina Queridita, la Achicadora de Agustín Álvarez.

Doña Clementina no había empezado siendo una Achicadora: por ejemplo, a los dos años era una nenita llena de mocos que se agarraba con fuerza del delantal de su mamá y, a los diez, una chica con trenzas que juntaba figuritas de brillantes.

Cuando doña Clementina Queridita se convirtió en la Achicadora de Agustín Álvarez era ya casi una vieja. Tenía un montón de arrugas, un poquito de pelo blanco en la cabeza y un gato fortachón y atigrado al que llamaba Polidoro.

A doña Clementina los vecinos la llamaban “Queridita” porque así era como ella les decía a todos:
“Hola, queridita, ¿cómo amaneció su hijito esta mañana?”, “Manolo, queridito, ¿me harías el favorcito de ir a la estación a comprarme una revista?”.

Pero, aunque todos la conocían desde siempre, doña Clementina sólo llegó a famosa cuando empezó con los achiques.

Y los achiques empezaron una tarde del mes de marzo, cuando doña Clementina tenía puesto un delantal a cuadros y estaba pensando en hornear una torta de limón para Oscarcito, el hijo de Juana María, que cumplía años. En el preciso momento en que doña Clementina estaba por agarrar los huevos de la huevera, entró Polidoro, el gato, maullando bajito y frotándose el lomo contra los muebles.

– ¡Poli! ¡Tenés hambre, pobre! –se sonrió doña Clementina y, volviendo a dejar los huevos en la huevera, se apuró a abrir la heladera para buscar el hígado y cortarlo bien finito.

– ¡Aquí tiene mi gatito! –dijo, apoyando el plato de lata en un rincón de la cocina.

Y ahí nomás vino el primer achique. El gordo, peludo y fortachón Polidoro empezó a achicarse y a achicarse hasta volverse casi una pelusa, del mismo tamaño que cada uno de los trocitos de hígado que había colocado doña Clementina en el plato de lata.

El pobre gato, bastante angustiado, erizaba los pelos del lomo y corría de un lado al otro, dando vueltas alrededor del plato, más chiquito que una cucaracha pero, sin embargo, peludito y perfectamente reconocible. Era Polidoro, de eso no cabía duda, pero muchísimo más chico.

Doña Clementina, asustadísima lo hizo upa enseguida: le parecía muy peligroso que siguiera corriendo por el piso; al fin de cuentas podía matarlo la primera miga de pan que se cayera desde la mesa… Lo sostuvo en la palma de la mano y lo acarició lo mejor que pudo con un dedo. En medio de la pelusita atigrada brillaban dos chispas verdes: eran los ojos de Polidoro, que no entendían nada de nada.

Se ve que la enfermedad del achique es muy violenta porque después del de Polidoro hubo como quince achiques más, todos en el mismo día.
Doña Clementina se sacó el delantal a cuadros, agarró el monedero y corrió a la farmacia.

–¡Ay, don Ramón! –le dijo al farmacéutico, un gordo grandote y colorado, vestido con delantal blanco. –Don Ramón, algo le está pasando a Polidoro. ¡Se me volvió chiquito!

Don Ramón buscó un frasco de jarabe marca Vigorol y lo puso sobre el mostrador.

– ¿Y usted cree que este jarabito le va a hacer bien, don Ramón? –preguntó doña Clementina mientras miraba con atención la etiqueta, que estaba llena de estrellitas azules.
Y, en cuanto terminó de hablar, el frasco de jarabe se convirtió en un frasquito, en un frasquitito, en el frasco más chiquito que jamás se haya visto.


Don Ramón, el farmacéutico, corrió a buscar una lupa: efectivamente, ahí estaba el jarabe de antes, muy achicado, y, si se miraba con atención, podían divisarse las estrellitas azules de la etiqueta.

–¡Ay don Ramón, don Ramoncito! ¡No sé lo que vamos a hacer! –lloriqueó doña Clementina con el frasquito diminuto apoyado en la punta del dedo.
Y don Ramón desapareció.

–¡Don Ramón! ¿Dónde se metió usted, queridito? –llamó doña Clementina.

–¡Acá estoy! –dijo una voz chiquita y lejana.

Doña Clementina se apoyó sobre el mostrador y miró del otro lado. Allá abajo, en el suelo, apoyado contra el zócalo, estaba don Ramón, tan gordo y tan colorado como siempre, pero muchísimo más chiquito.
“¡Pobre hombre!”, pensó doña Clementina, “¡Qué solito ha de sentirse allá abajo...! Voy a llevarlo con Polidoro, así se hacen compañía.”
De modo que doña Clementina se llevó a don Ramón en un bolsillo y al frasquito de jarabe en el otro.

Entró en su casa y llamó:
–Poli... Poli... Estoy acá.
Pero Polidoro no vino. Se había caído en el fondo de la huevera y desde allí maullaba pidiendo auxilio.

Entonces doña Clementina se dio cuenta de que las hueveras eran muy útiles para conservar achicados. Sin pensarlo dos veces, sacó los huevos que quedaban, los puso en un plato y en la huevera puso a don Ramón, que la miraba desde el fondo, perplejo, y algo le decía, pero en voz tan bajita que era casi imposible oírlo.

En fin, basta con que les cuente que, en esos días doña Clementina llenó la huevera, y tuvo que inaugurar dos hueveras más, que contenían:
• un gato Polidoro desesperado;
• un don Ramón agarrado al borde, que cada tanto pedía a los gritos algún jarabe;
• un frasquito de jarabe Vigorol;
• una etiqueta llena de estrellitas;
• el “kilito” de manzanas que doña Clementina le había comprado al verdulero;
• la “sillita” de Juana María, en la que se había sentado cuando fue al cumpleaños de Oscar;
• el propio “Oscarcito”, al que de pronto se le había acabado el cumpleaños;
• un “arbolito”, al que se le estaban cayendo las hojas;
• un “librito de cuentos”;
• siete “velitas” (encendidas, para colmo);
y otras muchas cosas que resultaban invisibles a los ojos –como un “tiempito”, un “problemita” y un “amorcito”–, todas chiquitas.

Y, claro, doña Clementina no sabía qué hacer con sus achicados; le daba mucha vergüenza esa horrible enfermedad que la obligaba a andar achicando cosas contra su voluntad. Era por eso que, en cuanto algo o alguien se le achicaba (gente, bicho, cosa o planta), se apuraba a metérselo en el bolsillo y después corría a su casa para darle un lugarcito en la huevera.

Con las “manzanitas”, la “sillita”, las “velitas”, el “jarabito” y el “librito de cuentos” no había conflicto. Pero con Polidoro, y sobre todo con don Ramón y con Oscarcito era otra cosa.

En el barrio no se hablaba de otra cosa que de la misteriosa desaparición.

La mujer de don Ramón no sabía qué pensar: había encontrado la farmacia abierta y sola, sin rastros del farmacéutico por ninguna parte. Y Juana María y Braulio, los padres de Oscarcito, andaban desesperados en busca del hijo tan travieso que se les había escapado justo el día del cumpleaños.

Así pasaron cinco días.

Doña Clementina Queridita, la Achicadora de Agustín Álvarez, cuidaba con todo esmero a sus achicados: al arbolito le ponía dos gotas de agua todas las mañanas, a Oscarcito lo alimentaba con miguitas de torta de limón (su torta favorita) y a don Ramón le preparaba churrasquitos de dos milímetros, vuelta y vuelta.

Dos veces al día doña Clementina vaciaba las hueveras sobre la mesa de la cocina: Oscarcito jugaba con Polidoro y los dos se revolcaban hasta quedar escondidos debajo de la panera don Ramón, en cambio, muy formal, se sentaba en la sillita y le explicaba a doña Clementina cosas que ella jamás entendía, mientras mordisqueaba una manzana (perdón, una manzanita).

En el quinto día de su vida en la huevera, Oscarcito se puso a llorar. Fue cuando vio, apagadas y chamuscadas, las siete velitas de su torta de cumpleaños.
Doña Clementina se puso a llorar con él: Oscarcito era su preferido entre los chicos del barrio. No sabía qué hacer para consolarlo; era tanto más grandota que él que ni siquiera podía abrazarlo...

–Bueno, Oscar, no llores más –le decía mientras le acariciaba el pelo con la punta del dedo– ¿Cómo vas a llorar si ya sos un muchacho? ¡Un muchachote de siete años!

Entonces Oscar creció. Creció como no había crecido nunca. En un segundo recuperó el metro quince de estatura que le había llevado siete años conseguir. Y se abrazó a la cintura de doña Clementina, la Achicadora de Agustín Álvarez, que, por fin, había encontrado el antídoto para curar a sus pobres achicados.

Doña Clementina corrió a agarrar al gato Polidoro y le dijo, entusiasmada:
–¡Gatón! ¡Gatote! ¡Gatazo!
Y Polidoro creció tanto que hasta podría decirse que quedó un poco más grande de lo que había sido antes del achique.

Le tocaba el turno a don Ramón. Doña Clementina dudó un poco y después llamó:
–¡Don Ramonón!
Y don Ramón volvió a ser un gordo grandote y colorado, con delantal blanco, que ocupó más de la mitad de la cocina.

Y todos corrieron a casa de todos a contar la historia esta de los achiques, que, con el tiempo, se hizo famosa en el barrio de Florida.
Desde ese día doña Clementina Queridita cuida mucho más sus palabras, y nunca le dice a nadie “queridito” sin agregar en seguida: “queridón”.

La sillita de Juana María, el frasquito con la etiqueta de estrellitas azules y el librito de cuentos siguieron siendo chiquitos. Están desde hace años en un estante del Museo de las Cosas Raras del barrio de Florida, adentro de una huevera.

VAYAMOS DE LA MANO


SI ALGUIEN TE LLEVA DE LA MANO
Roberta Iannamico

Si alguien te lleva de la mano
te das cuenta
de que la mano tiene corazón
dos manos juntas
se entienden más
que todas las personas
que todos los seres
están juntas
completamente
si alguien te lleva de la mano
solo la mano vive
el resto del cuerpo
está desmayado
la mente duerme
y vas
como un barrilete
a cualquier lugar
que siempre te sorprende.

¿DIBUJAMOS PUENTES?

PUENTES
Elsa Bornemann

Yo dibujo puentes
para que me encuentres:

un puente de tela
con mis acuarelas.

Un puente colgante
de tiza brillante.

Puentes de madera
con lápiz de cera.

Puentes levadizos,
plateados, cobrizos.

Puentes irrompibles,
de piedra, invisibles.

Y tú… ¿quién creyera?
No los ves siquiera.

Hago cien, diez, uno…
¡No cruzas ninguno!

Mas… como te quiero…
dibujo y espero

¡bellos, bellos puentes
para que me encuentres!

PARA DISFRUTAR EN VACACIONES


Cuento: LA VUELTA AL MUNDO
Javier Villafañe

Una vez un chico que se llamaba Santiago salió de su casa en un triciclo para dar la vuelta alrededor del mundo.
Iba pedaleando por la vereda y en el camino se encontró con un perro y un gato y le preguntaron:
–¿A dónde vas, Santiago?
Y Santiago respondió:
–Voy a dar la vuelta alrededor del mundo.
–¿Podemos ir los dos?
–Sí, vengan.
Y el perro y el gato se pusieron detrás del triciclo.

Santiago siguió pedaleando y se encontró con un gallo, un conejo y un caracol y le preguntaron:
–¿A dónde vas, Santiago?
Y Santiago respondió:
–Estoy dando la vuelta alrededor del mundo.
–¿Podemos ir los tres?
–Sí, vengan.
Y el gallo, el conejo y el caracol se pusieron detrás del perro y el gato que iban detrás del triciclo.

Santiago pedaleaba y el triciclo iba a toda velocidad. En el camino se encontró con una hormiga, una vaca, un grillo y una paloma y le preguntaron:
–¿A dónde vas, Santiago?
Y Santiago respondió:
–Estoy dando la vuelta alrededor del mundo.
–¿Podemos ir los cuatro?
–Sí, vengan.
Y la hormiga, la vaca, el grillo y la paloma se pusieron detrás del gallo, el conejo y el caracol que iban detrás del perro y el gato.

Santiago pedaleaba y el triciclo iba a toda velocidad. En una curva se encontró con un camello, una tortuga, un caballo, un elefante y un pingüino y le preguntaron:
–¿A dónde vas, Santiago?
Y Santiago respondió:
–Estoy dando la vuelta alrededor del mundo.
–¿Podemos ir los cinco?
–Sí, vengan.
Y el camello, la tortuga, el caballo, el elefante y el pingüino se pusieron detrás de la hormiga, la vaca, el grillo, la paloma, el gallo, el conejo y el caracol que iban detrás del perro y el gato.

Santiago siguió pedaleando y de pronto frenó el triciclo. Se detuvo para ver un charco que había hecho la lluvia y dijo:
–Es un río que está buscando barcos.
Y el perro, el gato, el gallo, el conejo, el caracol, la hormiga, la vaca, el grillo, la paloma, el camello, la tortuga, el caballo, el elefante y el pingüino se detuvieron y miraron el río que había hecho la lluvia.

Santiago puso el triciclo en marcha y se encontró con una jirafa, un loro, un cordero, un león, un mono y una cigüeña y le preguntaron:
–¿A dónde vas, Santiago?
Y Santiago respondió:
–Estoy dando la vuelta alrededor del mundo.
–¿Podemos ir los seis?
–Sí, vengan.
Y la jirafa, el loro, el cordero, el león, el mono y la cigüeña se pusieron detrás del camello, la tortuga, el caballo, el elefante, el pingüino, la hormiga, la vaca, el grillo, la paloma, el gallo, el conejo y el caracol que iban detrás del perro y el gato.

Santiago siguió pedaleando y frenó el triciclo para ver un molino. Todos miraron el molino.
–Está quieto –dijo el caballo–. No mueve las aspas.
–No mueve las aspas porque no hay viento –dijo el gallo.
–Es inútil –se lamentó la hormiga–. Por más que me ponga en puntas de pie jamás podré ver un molino. Está muy alto.
Y la jirafa le dijo a la hormiga:
–Lo verás subiéndote sobre mi cabeza.

La jirafa inclinó el cuello y apoyó la cabeza a un lado del triciclo: la hormiga avanzó unos pasos y subió por la frente de la jirafa. Entonces la jirafa levantó el cuello y desde lo alto exclamó la hormiga:
–¡Qué hermoso es un molino! Nunca había visto un molino.
La jirafa encogió el cuello, bajó la cabeza a ras del suelo y la hormiga volvió a pisar la tierra. Y cuando la hormiga se puso en fila, detrás de la vaca, Santiago siguió pedaleando y al llegar a la puerta de su casa frenó el triciclo y dijo:
–Hemos dado la vuelta alrededor del mundo.
Y allí se despidieron. Unos se fueron caminando; otros, volando.
Santiago entró en su casa. Había dado la vuelta alrededor de la manzana.

sábado, 14 de abril de 2012

Con los dados

Con este juego con los Dados, extraído de la página Vedoque, podemos ejercitar sumas en 1º y 2º grado. 
Hay cinco niveles de dificultad ¿te animás?.

Cuentos interactivos

En esta página podrás ver, leer y escuchar entretenidos cuentos.
Shhh la historia va a comenzar...

Para ejercitar con el mouse

En este sitio encontrarán actividades para ir poniéndose prácticos en el uso del mouse.
Entonces... ¡¡¡a jugar se ha dicho!!!

sábado, 4 de febrero de 2012

JULIO CORTÁZAR, UN MAESTRO!!!

Este texto de Cortázar data del año 1939. Su lectura, un placer.

“Esencia y misión del maestro” – por Julio Cortázar
Escribo para quienes van a ser maestros en un futuro que ya casi es presente. Para quienes van a encontrarse repentinamente aislados de una vida que no tenía otros problemas que los inherentes a la condición de estudiante; y que, por lo tanto, era esencialmente distinta de la vida propia del hombre maduro. Se me ocurre que resulta necesario, en la Argentina, enfrentar al maestro con algunos aspectos de la realidad que sus cuatro años de Escuela Normal no siempre le han permitido conocer, por razones que acaso se desprendan de lo que sigue. Y que la lectura de estas líneas –que no tiene la menor intención de consejo- podrá tal vez mostrarles uno o varios ángulos insospechados de su misión a cumplir y de su conducta a mantener.
Ser maestro significa estar en posesión de los medios conducentes a la transmisión de una civilización y una cultura; significa construir, en el espíritu y la inteligencia del niño, el panorama cultural necesario para capacitar su ser en el nivel social contemporáneo y, a la vez, estimular todo lo que en el alma infantil haya de bello, de bueno, de aspiración a la total realización. Doble tarea, pues: la de instruir, educar, y la de dar alas a los anhelos que existen, embrionarios, en toda conciencia naciente. El maestro tiende hasta la inteligencia, hacia el espíritu y finalmente, hacia la esencia moral que reposa en el ser humano. Enseña aquello que es exterior al niño; pero debe cumplir asimismo el hondo viaje hacia el interior de ese espíritu y regresar de él trayendo, para maravilla de los ojos de su educando, la noción de bondad y la noción de belleza: ética y estética, elementos esenciales de la condición humana.
Nada de esto es fácil. Lo hipócrita debe ser desterrado, y he aquí el primer duro combate; porque los elementos negativos forman también parte de nuestro ser. Enseñar el bien, supone la previa noción del mal, permitir que el niño intuya la belleza no excluye la necesidad de hacerle saber lo no bello. Es entonces que la capacidad del que enseña –yo diría mejor: del que construye descubriendo- se pone a prueba. Es entonces que un número desoladoramente grande de maestros fracasa. Fracasa calladamente, sin que el mecanismo de nuestra enseñanza primaria se entere de su derrota; fracasa sin saberlo él mismo, porque no había tenido jamás el concepto de su misión. Fracasa tornándose rutinario, abandonándose a lo cotidiano, enseñando lo que los programas exigen y nada más, rindiendo rigurosa cuenta de la conducta y disciplina de sus alumnos. Fracasa convirtiéndose en lo que se suele denominar «un maestro correcto». Un mecanismo de relojería, limpio y brillante, pero sometido a la servil condición de toda máquina.
Algún maestro así habremos tenido todos nosotros. Pero ojalá que quienes leen estas líneas hayan encontrado también, alguna vez, un verdadero maestro. Un maestro que sentía su misión; que la vivía. Un maestro como deberían ser todos los maestros en la Argentina.
Lo pasado es pasado. Yo escribo para quienes van a ser educadores. Y la pregunta surge, entonces, imperativa: ¿Por qué fracasa un número tan elevado de maestros? De la respuesta, aquilatada en su justo valor por la nueva generación, puede depender el destino de las infancias futuras, que es como decir el destino del ser humano en cuanto sociedad y en cuanto tendencia al progreso.
¿Puede contestarse la pregunta? ¿Es que acaso tiene respuesta?
Yo poseo mi respuesta, relativa y acaso errada. Que juzgue quien me lee. Yo encuentro que el fracaso de tantos maestros argentinos obedece a la carencia de una verdadera cultura, de una cultura que no se apoye en el mero acopio de elementos intelectuales, sino que afiance sus raíces en el recto conocimiento de la esencia humana, de aquellos valores del espíritu que nos elevan por sobre lo animal. El vocablo «cultura» ha sufrido como tantos otros, un largo malentendido. Culto era quien había cumplido una carrera, el que había leído mucho; culto era el hombre que sabía idiomas y citaba a Tácito; culto era el profesor que desarrollaba el programa con abundante bibliografía auxiliar. Ser culto era –y es, para muchos- llevar en suma un prolijo archivo y recordar muchos nombres…
Pero la cultura es eso y mucho más. El hombre –tendencias filosóficas actuales, novísimas, lo afirman a través del genio de Martín Heidegger- no es solamente un intelecto. El hombre es inteligencia, pero también sentimiento, y anhelo metafísico, y sentido religioso. El hombre es un compuesto; de la armonía de sus posibilidades surge la perfección. Por eso, ser culto significa atender al mismo tiempo a todos los valores y no meramente a los intelectuales. Ser culto es saber el sánscrito, si se quiere, pero también maravillarse ante un crepúsculo; ser culto es llenar fichas acerca de una disciplina que se cultiva con preferencia, pero también emocionarse con una música o un cuadro, o descubrir el íntimo secreto de un verso o de un niño. Y aún no he logrado precisar qué debe entenderse por cultura; los ejemplos resultan inútiles. Quizá se comprendiera mejor mi pensamiento decantado en este concepto de la cultura: la actitud integralmente humana, sin mutilaciones, que resulta de un largo estudio y de una amplia visión de la realidad.
Así tiene que ser el maestro.
Y ahora, esta pregunta dirigida a la conciencia moral de los que se hallan comprendidos en ella: ¿Bastaron cuatro años de Escuela Normal para hacer del maestro un hombre culto?
No; ello es evidente. Esos cuatro años han servido para integrar parte de lo que yo denominé más arriba «largo estudio»; han servido para enfrentar la inteligencia con los grandes problemas que la humanidad se ha planteado y ha buscado solucionar con su esfuerzo: el problema histórico, el científico, el literario, el pedagógico. Nada más, a pesar de la buena voluntad que hayan podido demostrar profesores y alumnos; a pesar del doble esfuerzo en procura de un debido nivel cultural.
La Escuela Normal no basta para hacer al maestro. Y quien, luego de plegar con gesto orgulloso su diploma, se disponga a cumplir su tarea sin otro esfuerzo, ése es desde ya un maestro condenado al fracaso. Parecerá cruel y acaso falso; pero un hondo buceo en la conciencia de cada uno probará que es harto cierto. La Escuela Normal da elementos, variados y generosos, crea la noción del deber, de la misión; descubre los horizontes. Pero con los horizontes hay que hacer algo más que mirarlos desde lejos: hay que caminar hacia ellos y conquistarlos.
El maestro debe llegar a la cultura mediante un largo estudio. Estudio de lo exterior, y estudio de sí mismo. Aristóteles y Sócrates: he ahí las dos actitudes. Uno, la visión de la realidad a través de sus múltiples ángulos; el otro, la visión de la realidad a través del cultivo de la propia personalidad. Y, esto hay que creerlo, ambas cosas no se logran por separado. Nadie se conoce a sí mismo sin haber bebido la ciencia ajena en inacabables horas de lecturas y de estudio; y nadie conoce el alma de los semejantes sin asistir primero al deslumbramiento de descubrirse a sí mismo. La cultura resulta así una actitud que nace imperceptiblemente; nadie puede despertarse mañana y decir: «Sé muchas cosas y nada más». La mejor prueba de cultura suele darla aquél que habla muy poco de sí mismo; porque la cultura no es una cosa, sino que es una visión; se es culto cuando el mundo se nos ofrece con la máxima amplitud; cuando los problemas menudos dejan de tener consistencia; cuando se descubre que lo cotidiano es lo falso, y que sólo lo más puro, lo más bello, lo más bueno, reside la esencia que el hombre busca. Cuando se comprende lo que verdaderamente quiere decir Dios.
Al salir de la Escuela Normal, puede afirmarse que el estudio recién comienza. Queda lo más difícil, porque entonces se está solo, librado a la propia conducta. En el debilitamiento de los resortes morales, en el olvido de lo que de sagrado tiene es ser maestro, hay que buscar la razón de tantos fracasos. Pero en la voluntad que no reconoce términos, que no sabe de plazos fijos para el estudio, está la razón de muchos triunfos. En la Argentina ha habido y hay maestros: debería preguntárseles a ellos si les bastaron los cuatro años oficiales para adquirir la cultura que poseen. «El genio –dijo Buffon- es una larga paciencia». Nosotros no requerimos maestros geniales; sería absurdo. Pero todo saber supone una larga paciencia. Alguien afirmó, sencillamente, que nada se conquista sin sacrificio. Y una misión como la del educador exige el mayor sacrificio que puede hacerse por ella. De lo contrario, se permanece en el nivel del «maestro correcto». Aquéllos que hayan estudiado el magisterio y se hayan recibido sin meditar a ciencia cierta qué pretendían o qué esperaban más allá del puesto y la retribución monetaria, ésos son ya fracasados y nada podrá salvarlos sino un gran arrepentimiento . Pero yo he escrito estas líneas para los que han descubierto su tarea y su deber. Para los que abandonan la Escuela Normal con la determinación de cumplir su misión. A ellos he querido mostrarles todo lo que les espera, y se me ocurre que tanto sacrificio ha de alegrarnos. Porque en el fondo de todo verdadero maestro existe un santo, y los santos son aquellos hombres que van dejando todo lo perecedero a lo largo del camino, y mantienen la mirada fija en un horizonte que conquistar con el trabajo, con el sacrificio o con la muerte.
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Artículo publicado el 20 de octubre de 1939, en la Revista Argentina, publicación mensual de los alumnos de la Escuela Normal Dr. Chivilcoy, y firmado por Julio Florencio Cortázar, profesor, graduado en letras en la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta de Buenos Aires.
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Texto extraído del libro: “Papeles inesperados”

lunes, 30 de enero de 2012

Pilar Sordo y una charla bien sabrosa.

María del Pilar Sordo Martínez es psicóloga y escritora chilena.
Autora de: "¡Viva la diferencia!", "Sabiduría para enmarcar", "Con el Coco en el diván", "Agenda 2011 para la Mujer", "Lecciones de seducción", "No quiero crecer".
En el siguiente video habla sobre los hijos y la educación de los mismos. Una mirada que invita a la revisión de nuestras conductas de los adultos.